El día que mi hija nació, sinceramente, no
sentí gran alegría. ¡Yo quería un niño! En pocos meses me dejé cautivar por la
sonrisa de mi Andreita y por la infinita inocencia de su mirada fija y
penetrante. Fue entonces cuando empecé a amarla con locura. Su carita y su
mirada no se apartaban ni por un instante de mis pensamientos, la veía en cada
niña, todo mi mundo, era ella.
Una tarde, mi familia y la de mi amigo Raúl
fuimos de picnic a la orilla de un río que había muy cerca de casa. De pronto
la niña preguntó a su padre:
- Papi, cuando cumpla quince
años ¿Cuál será mi regalo?
- Pero mi amor, si apenas
tienes diez añitos, ¿No te parece que todavía falta mucho para que cumplas los
quince?
- Bueno papito, tu siempre
dices que el tiempo pasa volando, aunque yo nunca lo he visto por aquí.
Todos reímos con la ocurrencia de Andreita y
seguimos disfrutando del picnic y hablando de otras cosas.
Pasó el tiempo y una mañana me encontré con
Raúl frente al colegio donde estudiaba mi hija, que ya tenía catorce años. Le
comenté con gran orgullo las excelentes calificaciones y los conmovedores
comentarios que le habían escrito sus profesores.
Andreita ocupaba toda la alegría de la casa,
en la mente, en el corazón de la familia, y especialmente en el de su papá.
Fue un domingo muy temprano que nos
dirigíamos a la iglesia, cuando Andreita tropezó con algo, eso creíamos todos,
y dio un traspié, su papá la sujetó de inmediato para que no cayera. Pero ya
instalados en la iglesia, vimos cómo Andreita fue cayendo lentamente sobre el
banco y perdió el conocimiento. La tomamos en brazos, mientras su papá buscaba
un taxi para llevarla al hospital; Andreita estuvo en coma durante diez días y
fue entonces cuando le informaron a Oscar que su hija padecía una grave
enfermedad que afectaba seriamente su corazón. Le dijeron que no era algo
definitivo, y que debían esperar a practicarle otras pruebas para llegar a un
diagnóstico firme.
Los días iban pasando, Oscar renunció a su
trabajo para dedicarse al cuidado de Andreita. Una mañana Oscar se encontraba
al lado de su hija, cuando ella le preguntó:
-¿Voy a morir, verdad? ¿Qué
te dijeron los médicos?
- No mi amor, no vas a morir,
Dios que es tan bueno no permitirá que pierda lo que más amo en mi vida,
respondió el padre.
-Cuando alguien muere,
¿adónde va? Desde donde esté ¿podrá ver a su familia? ¿Sabes si se puede
regresar? ... Preguntaba Andreita.
-Bueno hija... en verdad
nadie ha regresado de allá a contar algo, pero si yo muriera, no te dejaría
sola, estando en el más allá buscaría la manera de comunicarme contigo, si
hiciera falta utilizaría el viento para venir a verte.
-¿Y cómo lo harías?
- No tengo la menor idea
hijita, sólo sé que si algún día muero, sentirás que estoy contigo, cuando un
suave viento roce tu cara y una brisa fresca bese tus mejillas.
Ese mismo día por la tarde, llamaron a
Oscar, la situación era grave, su hija se estaba muriendo y necesitaban un
corazón urgentemente, pues el de ella no resistiría más de quince o veinte
días.
¿De dónde sacar un corazón?
¿Cómo conseguir uno?
Ese mismo mes, Andreita cumpliría quince
años. Y por fin, ocurrió lo que parecía imposible, fue el viernes por la tarde
cuando consiguieron un donante, una esperanza iluminó los ojos de todos, las
cosas iban a cambiar.
El domingo Andreita ya estaba operada, todo
salió como los médicos habían planeado. ¡Éxito total!
Sin embargo, Oscar no había vuelto por el
hospital y Andreita lo extrañaba muchísimo, su mamá le decía que todo estaba
bien y que su papá estaba trabajando para sostener la familia.
Andreita permaneció en el hospital durante
quince días más, los médicos no habían querido dejarla ir hasta que su corazón
estuviera firme y fuerte, y así lo hicieron.
“Andreita,
hijita de mi corazón: Al momento de leer mi carta, ya debes tener quince años y
un corazón fuerte latiendo en tu pecho, esa fue la promesa que me hicieron los
médicos que te operaron. No puedes imaginarte ni remotamente cuanto lamento no
estar a tu lado en este instante. Cuando supe que ibas a morir, decidí dar
respuesta a una pregunta que me hiciste cuanto tenías diez añitos y a la cual
no respondí. Decidí hacerte el regalo más hermoso que nadie jamás haría por mi
hija... Te regalo mi corazón, mi vida entera sin condición alguna, para que
hagas con ella lo que quieras. ¡¡Vive
hija!! ¡¡Te amo con todo mi corazón!!”
Andreita lloró todo el día y toda la noche.
Al día siguiente fue al cementerio y se sentó sobre la tumba de su papá; lloró
como nadie lo ha hecho y susurró: “Papá, ahora puedo comprender cuánto me
amabas. Yo también te amaba y aunque nunca te lo dije, ahora comprendo la
importancia de decir “TE AMO”, perdóname por haber guardado silencio tantas
veces”.
En ese instante las copas de los árboles se
mecieron suavemente, cayeron algunas hojas y una suave brisa acarició las
mejillas de Andreita, ella entre sollozos, sonrió, alzó la mirada al cielo,
secó las lágrimas de su rostro, se levantó y emprendió regreso a su hogar.
Nuestros hijos son lo más
hermoso que podemos tener.
Ámales, dedícales tus mejores
momentos.
No descargues tus
frustraciones sobre ellos ni les pongas en medio de discusiones o situaciones
de tensión.
Cada día, a cada instante
exprésales tu amor de diferentes maneras, y diles que los amas, aunque te
cueste.
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