Cuando yo era adolescente, en cierta oportunidad estaba con mi padre haciendo cola para comprar entradas para el circo. Al final, sólo quedaba una familia entre la ventanilla y nosotros. Esta familia me impresionó mucho. Eran ocho chicos, todos probablemente menores de doce años. Sé veía que no tenían mucho dinero. La ropa que llevaban no era cara, pero estaban limpios. Los chicos eran bien educados, todos hacían bien la cola, de a dos detrás de los padres, tomados de la mano. Hablaban con excitación de los payasos, los elefantes y otros números que verían esa noche. Se notaba que nunca antes habían ido al circo.
Prometía ser un hecho saliente en su vida.
El padre y la madre estaban al frente del grupo, de pie, orgullosos. La madre,
de la mano de su marido, lo miraba como diciendo: “Eres mi caballero de
brillante armadura.” Él sonreía, henchido de orgullo y mirándola como si
respondiera: “Tienes razón”.
La empleada de la ventanilla preguntó al
padre cuantas entradas quería. Él respondió con orgullo: “Por favor, deme ocho
entradas para menores y dos de adultos, para poder traer a mi familia al circo.”
La empleada le indicó el precio. La mujer soltó la mano de su marido, ladeó su
cabeza y el labio del hombre empezó a torcerse. Este se acercó un poco más y
preguntó: “¿Cuánto dijo?”. La empleada volvió a repetirle el precio. ¿Cómo iba
a darse vuelta y decirle a sus ocho hijos que no tenía suficiente dinero para
llevarlos al circo?.
Papá y yo volvimos a nuestro auto y
regresamos a casa. Esa noche no fuimos al circo, pero no nos fuimos sin nada...
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