martes, 3 de septiembre de 2013

Desacertada confianza

       El hundimiento del Titanic en 1912 todavía despierta interés. Aún no han sido esclarecidos todos los detalles que dieron tan impactante dimensión a dicha catástrofe: 1.500 muertos. He aquí algunos pormenores no resueltos: ¿Por qué no fueron previstos suficientes botes salvavidas? Los botes sólo tenían lugar para 1.180 personas en vez de 2.200. ¿Por qué el Titanic siguió avanzando a gran velocidad, cuando bastante tiempo antes de la colisión con el iceberg había recibido una serie de advertencias por parte de otros barcos? ¿Y por qué sólo 711 lugares fueron ocupados en los botes salvavidas?

      
Por influencia de la prensa, la opinión pública consideraba que el Titanic no podía hundirse. Evidentemente la compañía naviera y la tripulación creían lo mismo, porque aun después del choque, un camarero aseguró a uno de los viajeros: –Ni Dios puede hundir este barco. Los pasajeros opinaban que «su» barco no era vulnerable como otros, que «su» navío era una excepción. Se pensaba que si las moles de hielo llegaban a amenazarlo, el Titanic y la tripulación acabarían con ellas. Y cuando se prepararon los botes salvavidas, algunos pasajeros temieron subir a bordo. Confiaban más en el gigante del mar que en el débil bote salvador.

       Y nosotros, ¿en qué confiamos? ¡Esta es la pregunta decisiva! El barco de nuestra vida puede parecer más espléndido que otros. Pero como cualquier otro, está herido por el pecado y destinado a hundirse. No hay excepciones. Sólo en Jesucristo hay salvación y seguridad. ¿Confiamos en él?


  “1 Alzaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi socorro? 2  Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra.” Sal.121:1-2

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