El siguiente artículo no es de mi autoría, pero consideré importante compartirlo con ustedes, que les sea de bendición!
No hay fruto que no cueste todo
Solo quienes se
entregan al trato de Dios pueden ver el esperado fruto
El esfuerzo fue muy grande no tuvimos todo
el fruto, pero lo más importante fue nuestro entrenamiento. Fue un tiempo de
escasez, de soledad y de aflicciones que nos hacía dudar del llamado y de mis
condiciones para emprender lo que para mí parecía algo sencillo.
El grano había sido puesto en la tierra, y
estaba muriendo…Era el camino ineludible que todo plantador de iglesia, en
mayor o menor medida, experimenta.
Una vieja canción que cantaba años atrás
decía: “Se cómo el grano de trigo que cae
en tierra y desaparece. Y aunque te duela la muerte de hoy, mira la espiga que
crece”.
Jesús mismo es el
grano de trigo que cayó en tierra. La semilla, más allá de algunas que se
utilizan como alimento, no tiene ninguna utilidad fuera de la tierra. Las hay
de diversos tamaños, formas y colores. Todas ellas tienen vida latente en su
interior, protegidas por su cáscara, pero hasta que no son puestas en la
tierra, quedan sepultadas en la oscuridad, y la cáscara comienza a
descomponerse y se parte, la vida que hay en el interior no puede
desarrollarse.
Hay una atracción eterna entre la semilla y la tierra.
La tierra espera con ansias abrazar la semilla, y esta sabe que necesita de la
tierra para desplegar la vida que tiene adentro. Sabe que si no desaparece, si
no es escondida en lo oculto, nunca alcanzará el sentido de su vida.
De la misma manera, de nada sirve que nos
gloriemos en nuestros talentos, virtudes y conocimientos, mientras no nos
pongamos en las manos de Dios. Sus manos son la tierra bendita que toda semilla
necesita. Solo en sus manos nuestras posibilidades pueden transformarse en una
poderosa realidad, y aquellos dones que Dios nos ha confiado se despliegan
hasta alcanzar los frutos deseados por el Creador.
Así como la semilla, soñamos ser un día
espiga, llena de granos. Esos sueños nos conmueven y nos llevan a buscar alcanzarlos, pero en ese
afán omitidos un detalle: hay que caer en la tierra, y morir.
El
papel del sufrimiento
Como dice Ralph Mahoney, debemos alcanzar
una “paciencia sufrida”, sabiendo que
el proceso de Dios con nosotros depende de la magnitud del llamado y de la
manera en que reaccionamos a su trato. Por eso es bueno establecer que todos,
sin excepción, pasamos por sufrimientos. Este es común a todos los hombres, aún
de los hombres de fe, para que creamos la fantasía de que sufrimos porque no
tenemos fe. “En el mundo van a tener aflicción”, dijo Jesús. Esto echa por
tierra los argumentos de que “todo lo malo me pasa a mí”. Dios permite que
pasemos por el sufrimiento. ¿Para qué? Meditemos juntos el propósito del dolor.
Las pruebas y sufrimientos nos examinan. Dios quiere
purificar nuestras intenciones. Quiere conocer si le servimos solo porque nos
bendice. Frente a la integridad de Job, Satanás provoca a Dios diciéndole “No en balde te sirve con tanta fidelidad. Tú
no dejas que nadie lo toque. Quítale todo lo que tiene y verás cómo te maldice
en tu propia cara”. Dios le permite tocar sus bienes y cuando el diablo lo
hizo vemos la reacción de Job: “Se inclinó en adoración”, más adelante declaró:
“Aunque él me mate, me mantendré firme,
con tal de presentarle mi defensa cara a cara” (Job 13:15) Su amor se mantuvo fiel ante las más
terribles adversidades. Finalmente Dios le restauró dos veces más las riquezas
que poseía.
El apóstol Pedro señala claramente
que Dios nos examina por fuego “….no se
extrañen de verse sometidos al fuego de la prueba, como si fuera algo
extraordinario”, y el Salmo 11:5 afirma “El Señor prueba al justo”. A Dios no le alcanzan las palabras,
necesita probar nuestra fidelidad en situaciones donde fácilmente podríamos
retroceder.
Las pruebas y sufrimientos nos humillan y quebrantan nuestra voluntad.
Dios conoce nuestra humanidad y sabe que somos orgullosos. La soberbia
emerge cuando nuestro ministerio comienza a prosperar y vemos éxito en todo lo
que emprendemos. Algo parecido le ocurría al pueblo de Israel, por lo que
Moisés tuvo que recordarles “no se llenen de orgullo ni se olviden del Señor su
Dios, que los sacó de Egipto, donde eran esclavos; que los hizo marchar por el
grande y terrible desierto, lleno de serpientes venenosas y escorpiones, y
donde no había agua”.
Dios permitió que los israelitas atravesaran
un desierto inhóspito y lleno de peligros, para “humillarlos y ponerlos a prueba” y agrega “para bien de ustedes”. ¿Cuál es el bien de semejante trato? Para
que aprendieran que Dios era su única salvación y que “no se les ocurra pensar: Toda esta riqueza la hemos ganado con nuestro
propio esfuerzo”.
Las pruebas y sufrimientos nos hacen depender de Dios.
Él no elige hombres que se gloríen en su conocimiento, su educación o sus
talentos. Sino hombres que reconozcan su debilidad y sometan su voluntad a
Dios. Dios busca hombres fieles.
Pablo le cuenta a los corintios que en la
provincia de Asia tuvieron una prueba tan dura que ya no podían resistir más, y
hasta habían perdido la esperanza de salir con vida. “Nos sentíamos como condenados a muerte”, relató, pero luego agregó:
“Esto sirvió para enseñarnos a no confiar
en nosotros mismos, sino en Dios”. Él nos dice: “Si eres fuerte en tu opinión, yo no puedo usarte. Si puedes hacerlo tú
mismo, no me necesitas”, mientras que, cuando no dependemos de nuestras
fuerzas, entonces recibimos sus fuerzas.
Las pruebas y sufrimientos
producen madurez y perseverancia. Santiago nos enseña que no debemos escaparle
a la prueba, sino que debemos someternos a ella, sabiendo que produce fortaleza.
Detrás de cada prueba hay una lección que Dios quiere enseñarnos, un área donde
quiere que maduremos, un aspecto de nuestro carácter que debe rendirse y morir
en la cruz. Las pruebas y sufrimientos nos hace obedientes. Dios tiene que
moldear nuestro carácter, tiene que destruir toda resistencia a su voluntad si
vamos a ser usados por Él. Si debemos padecer o sufrir para que aprendamos a
depender de Él, lo hará, como la disciplina de un padre a su hijo.
Las pruebas y sufrimientos nos permiten
recibir el poder de Dios. Hay que ser reducido a la debilidad y
soportar con paciencia para que Dios pueda tomarnos en sus manos y usarnos como
un instrumento de poder. Pero también las pruebas y los sufrimientos nos
permiten conocer el consuelo de Dios. La diferencia entre los incrédulos y los
hijos de Dios, es que nosotros tenemos consuelo. Ellos no. “No los dejaré huérfanos, vendré a vosotros”,
dijo Jesús, quien vino a través del
Consolador.
El haber sido consolados nos habilita para
poder consolar a los demás. El dolor nos hace sensible para entender el
sufrimiento ajeno y nos habilita para consolar otros. La consolación es un
precioso ministerio, pero no se adquiere estudiando, sino en el terreno mismo
de las experiencias dolorosas. “Consolaos,
consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios”. ¿Cómo? Teniendo misericordia,
identificándonos con el que llora, acompañándolo en su sufrimiento, orando por
él, ministrándole ánimo, cubriendo sus necesidades.
Cristo sembró su vida por amor a nosotros.
Él dijo: “Les aseguro que si el grano de
trigo al caer en tierra no muere, queda él solo; pero si muere, da abundante
cosecha”. La esencia de Cristo es el amor, la entrega, el sacrificio. Su
acto más sublime se manifestó en la cruz. Por eso, la semilla que está sembrada
en nuestro corazón tiene una cruz en sus genes. Así como Cristo caminaba hacia
el sacrificio, consciente de que debía morir para dar vida, esta semilla tiene
clara su misión. Y confía, en el tiempo de Dios verás los frutos de tu entrega.
Por Roberto Vilaseca
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