Este cuento se refiere a un hombre joven
cuyo hijo había nacido recientemente y era la primera vez que sentía la
experiencia de ser papá. A este
personaje lo llamaremos Alberto, y en su corazón reinaban la alegría y los
sentimientos de amor que brotaban a raudales dentro de su ser.
Un buen día le dieron ganas de entrar en
contacto con la naturaleza, pues a partir del nacimiento de su bebé, todo lo
veía hermoso y aún el ruido de una hoja al caer le sonaba a notas musicales.
Así
fue que decidió ir a un bosque; quería oír el canto de los pájaros y disfrutar
toda la belleza. Caminaba plácidamente
respirando la humedad que hay en estos lugares, cuando de repente vio posada en
una rama un águila que lo sorprendió por la belleza de su plumaje.
El
águila también había tenido la alegría de recibir a sus polluelos y tenía como
objetivo llegar hasta el río más cercano, capturar un pez y llevarlo a su nido
como alimento; pues significaba una responsabilidad muy grande criar y formar a
sus aguiluchos para enfrentar los retos que la vida ofrece.
El
águila, al notar la presencia de Alberto, lo miró fijamente y le preguntó: "¿Adónde te diriges buen hombre?, veo en
tus ojos la alegría." Por lo que
Alberto le contestó: "Es que ha
nacido mi hijo y he venido al bosque a disfrutar, pero me siento un poco
confundido."
El
águila insistió: "Oye, ¿y qué
piensas hacer con tu hijo?".
Alberto
le contesto: "Ah, pues ahora y
desde ahora, siempre lo voy a
proteger, le daré de comer y jamás permitiré que
pase frío. Yo me encargaré de que tenga
todo lo que necesite y día con día yo seré quien lo cubra de las inclemencias
del tiempo, lo defenderé de los enemigos que pueda tener y nunca dejaré que
pase situaciones difíciles. No permitiré
que mi hijo pase necesidades como yo las pasé, nunca dejaré que eso suceda,
porque para eso estoy aquí, para que él nunca se esfuerce por nada."
Y
para finalizar agregó: "Yo como su
padre, seré fuerte como un oso y con la potencia de mis brazos lo rodearé, lo
abrazaré y nunca dejaré que nada ni nadie lo perturbe."
El
águila no salía de su asombro, atónita lo escuchaba y no daba crédito a lo que
había oído. Entonces, respirando muy hondo y sacudiendo su enorme plumaje, lo
miró fijamente y dijo: "Escúchame bien
buen hombre. Cuando recibí el mandato de
la naturaleza para empollar a mis hijos, también recibí el mandato de construir
mi nido; un nido confortable, seguro, a buen resguardo de los depredadores. Pero también le he puesto ramas con muchas
espinas, ¿y sabes por qué?. Porque aún
cuando estas espinas están cubiertas por plumas, algún día, cuando mis
polluelos hayan emplumado y sean fuertes para volar, haré desaparecer todo este
confort y ellos ya no podrán habitar sobre las espinas. Eso les obligará a construir su propio
nido. Todo el valle será para ellos,
siempre y cuando realicen su propio esfuerzo para conquistarlo con todo; sus
montañas, sus ríos llenos de peces y praderas llenas de conejos. Si yo los abrazara como un oso, reprimiría
sus aspiraciones y deseos de ser ellos mismos; destruiría irremisiblemente su
individualidad y haría de ellos individuos indolentes, sin ánimo de luchar ni
alegría de vivir. Tarde que temprano
lloraría mi error, pues ver a mis aguiluchos convertidos en ridículos representantes
de su especie me llenaría de remordimiento y gran vergüenza; pues tendría que
cosechar la impertinencia de mis actos, viendo a mi descendencia imposibilitada
para tener sus propios triunfos, fracasos y errores, porque yo quise resolver
todos sus problemas."
"Yo,
amigo mío, -continuó el águila-, podría jurarte que después de Dios he de amar
a mis hijos por sobre todas las cosas, pero también he de prometer que nunca
seré su cómplice en la superficialidad de su inmadurez. He de entender su juventud, pero no
participaré de sus excesos. Me he de
esmerar en conocer sus cualidades, pero también sus defectos y nunca permitiré
que abusen de mí en aras de este amor que les profeso."
El
águila calló y Alberto no supo qué decir, pues seguía confundido y mientras
entraba en una profunda reflexión; ésta, con gran majestuosidad levantó el
vuelo y se perdió en el horizonte.
Alberto
empezó a caminar mientras miraba fijamente el follaje seco disperso en el
suelo, sólo pensaba en lo equivocado que estaba y el terrible error que iba a
cometer al darle a su hijo el abrazo del oso.
Reconfortado,
siguió caminando. Sólo pensaba en llegar
a casa para abrazar a su bebé, pensando que abrazarlo sólo sería por segundos,
ya que el pequeño empezaba a tener la necesidad de su propia libertad para
mover piernas y brazos sin que ningún oso protector se lo impidiera.
A
partir de ese día Alberto empezó a prepararse para ser el mejor de los padres.